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lunes, 27 de octubre de 2014

Un cívil en el púlpito...

«Oiga, con usted la misa es más corta». Pueblos sin sacerdote se acostumbran a los diáconos permanentes, civiles con los que la Iglesia tapa la falta de vocaciones.



El periodista Gervasio Portilla oficia una misa en una iglesia del valle del Pas en Cantabria. :: Celedonio
Nunca han sido más evidentes en la Iglesia católica las palabras del propio Jesús: «la mies es mucha y los obreros pocos». La frase que recoge San Lucas en sus parábolas se agudiza con el paso de los años. El 71,4% de los españoles sigue declarándose católico; es decir, más de 34 millones de personas. Para atender sus necesidades, las 69 diócesis disponen de 23.686 parroquias que son regentadas por unos 18.500 curas. Es decir, ya hay más de 5.000 que no tienen ni titular. Miles de pueblos, sobre todo del valle del Ebro hacia los Pirineos y de Galicia a Castilla y León, pero también del resto de la península, en los que el desarraigo también llega a sus pastores de almas. «Tenemos sacerdotes que deben atender a 20 o 25 pueblos», resume el delegado de medios de comunicación social del obispado de Burgos, Álvaro Tajadura. Sus algo más de mil parroquias apenas cuentan con 430 titulares. 

Los obispados revisan ahora sus mapas para crear lo que llaman «nuevas unidades parroquiales». En esencia, es lo mismo que la vida civil: juntar servicios para poder llegar a todos. «Hemos puesto autobuses para que recojan a la gente y la centralice en un pueblo. Aunque con la despoblación puede que muchos desaparezcan y no necesiten cura», reconoce el delegado diocesano para el Clero en Cantabria, Antonio Gutiérrez.

Dar respuesta a los habituales oficios que ofrecen todas las parroquias españolas (bautizos, comuniones, bodas y entierros) supone abrir un millón de veces las puertas de alguna iglesia cada año. «Hay diáconos permanentes atendiendo en tanatorios porque los curas no llegan», admite el director del Secretariado de la Comisión Episcopal de la Doctrina del Clero y presbítero de la diócesis de Valencia, Santiago Bohigues. 
Arriba, Gervasio Portilla.
Demasiado trabajo para los profesionales de la fe, víctimas además de una necesaria ‘reconversión laboral’: la edad media de esas 18.500 sotanas se acerca a la de la jubilación civil, casi 64 años, aunque muchos curas se reenganchan hasta los 75. En este escenario, las nuevas vocaciones, que han repuntado por primera vez en una década, son escasa alegría. Cuando no contraproducentes. En los seminarios se preparaban hasta junio pasado 1.321 futuros sacerdotes. Son apenas 14 más que en el curso anterior. Pero los abandonos rozaron los 300 (más del doble que un año antes) y en el 30% de las diócesis hay años en los que no se ordena un solo clérigo. 

Arriba, Gervasio Portilla.Con esta situación, la Conferencia Episcopal y los obispados han agilizado el debate interno para repartir la pesada cruz pastoral con los feligreses. «Pasó ya el tiempo en el que los seglares erais definidos como los no curas ni religiosos. No sois los seglares gentes que estáis en la Iglesia para beneficiarios sin más de pertenecer a la Iglesia, aportar una ayudita económica y que, en el mejor de los casos, os ponéis a las órdenes de los sacerdotes», dijo en su carta pastoral de junio el obispo de Cartagena, Antonio Algora. Era su interpretación de la espontaneidad del Papa Francisco I cuando dijo aquello de «quiero lío y que no me balconeen la vida».

Arriba, Gervasio Portilla.
Y en este vía crucis, la figura de los diáconos permanentes emerge como uno de los nuevos ‘músculos’ del brazo eclesial. Hombres de más de 35 años, casados, generalmente con hijos y siempre con matrimonio estable. Laicos con una formación de tres años en Teología que permite equiparar sus funciones a las del cura. Desde que el Concilio Vaticano II (1962-65) abrió esta puerta de acceso al púlpito a los laicos, la curia española ha sido una de los que menos ha creído en su labor. En países como Italia, Francia o Alemania, hay varios miles de estos hombres repartidos por sus parroquias.

 Arriba, Gervasio Portilla.Dedica los fines de semana a recorrer el valle del Pas cántabro para oficiar misas en los pueblos sin cura titular. Abajo (izda), Patricio Fernández y Carlo Barbaglia, pioneros en el diaconado permanente en Valladolid. Patricio es hoy secretario del presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Ricardo Blázquez, el cargo más alto de un civil en la Iglesia católica. Abajo derecha, Mikel Iraundegi. A sus 36 años es el diácono permanente más joven de España.

 Miedo al pulpito

 En España, el número apenas llega a los 400, a los que se sumará el centenar que está en periodo de formación. Su director, Santiago Bohigues, insiste en que «si les vemos como cuasisacerdotes les quitamos parte de su valor», aunque admite que el aumento de sus funciones «no es tanto como solución sino como un apaño temporal». Así que los vecinos de muchos pueblos se han familiarizado con estos hombres que cada vez con mayor normalidad se multiplican por los pueblos para todo tipo de oficios, menos la consagración sacramental y la absolución, un escalón al que no pueden subir. «Hemos pasado de que se nos perciba como el florero litúrgico a que se vea ese trabajo en la iglesia. No olvidamos que debemos permanecer en un segundo plano, siempre que no nos confundan con monaguillos». 

Con claridad castellana se explica Patricio Fernández, un pionero en esta labor pastoral en Valladolid. Una vocación de muchos años que le hace sentirse «como el molde» en el que se han esculpido otras vocaciones y que en su caso ha recibido el premio de ser el actual secretario personal de Ricardo Blázquez, arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal. «Una carga más que un cargo», bromea, pero que reconoce el peso que se empieza a dar a estos ‘curas civiles’. Su trayectoria es pareja a la de Carlo Barbaglia, un administrador de empresas que compartió aquellos años iniciáticos. Las primeros encargos de oficina (Cáritas, ayuda a viudas, administración de bienes) dieron paso a la creciente necesidad de ir a cubrir huecos a alguna iglesia en los pueblos. «Mi carisma no es la palabra. Así que a veces Patricio me pinchaba ‘¡venga, predica tú!’ y bromeábamos», recuerda. «No es tan complicado –continúa su compañero–. Basta con no decir tonterías ni dar tus opiniones». La voluntad de servir vence a las horas robadas a la familia propia y, como insiste Patricio, «nosotros somos los diáconos permanentes y nuestras mujeres son las sufridoras permanentes». Pero permite lujos fuera del alcance del resto como «la satisfacción de casar a nuestras propias hijas y bautizar a los nietos», afirma orgulloso Carlo.

Las horas que entregan a la Iglesia no solo no tienen compensación sino que «muchas veces ponen de su bolsillo los gastos para llegar a todas las esquinas», reconoce más de uno. Es el caso del periodista Gervasio Portilla. Casado, 58 años y una hija, fue el primero que ayudó a la diócesis de Cantabria a tratar de no dejar desatendidas parte de sus 611 parroquias. Recorre el valle del Pas y oficia cuatro misas cada fin de semana. Pueblos en los que ya no hay médico, ni escuela y que agradecen que no les dejen huérfanos también de vida religiosa. «A veces la gente mayor acepta mejor los cambios que dentro del seno de la propia Iglesia», reconoce Portilla. Al igual que los curas a los que relevan, acaban siendo confesores de sus comunidades. «Muchas personas viven con gran soledad y te preguntan cosas que no sabes cómo salir. Yo creo que nuestra mayor labor es estar con la gente y escucharles», resume este hombre vocacional cuya mujer también es voluntaria en Cáritas desde hace 20 años. A ambos les «costó hacer entender al principio» a su única hija la labor religiosa de Gervasio.

También ha abierto surco en su diócesis de Guipúzcoa Mikel Iraundegi. A sus 36 años, casado y con dos hijas, será probablemente el más joven de España (el límite de acceso se sitúa en los 35 años). Admite que todavía se pone «nervioso» cuando celebra los oficios en su parroquia de la Sagrada Familia de Irún. En su caso, profesión y vocación se solapan, ya que dejó la carrera de Derecho para titularse en Teología. Reclama el papel creciente en el seno de la Iglesia de los diáconos, porque «no somos curas de segunda división, ni el ‘plato b’ sino un valor en alza». Ahora reparte su trabajo parroquial con su profesión como profesor en el Instituto de Teología y en la Pastoral Familiar. Con el impuso de su juventud se siente esperanzado en una Iglesia que «siempre ha sido más ‘elefante’» que la sociedad civil a la hora de dar pasos y adaptarse a la realidad. «Si la Iglesia fuera una empresa privada, ya nos habrían aplicado un ERE», concluye. 

Antonio Corbillón