Reproducimos la carta de Monseñor Asenjo sobre este ministerio:
Queridos hermanos y
hermanas:
Juan José Asenjo
Pelegrina-Arzobispo de Sevilla
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El pasado18 de
octubre el señor Obispo auxiliar ordenó un nuevo diácono permanente,
acontecimiento que me da pie para dedicar esta carta a esta institución
presente de forma notable en nuestra Archidiócesis. En estos momentos tenemos
cincuenta y tres diáconos permanentes, siendo la segunda Diócesis
de España en número. Doy gracias a Dios que nos bendice y enriquece tan
palpablemente.
Uno de los hechos
más significativos de los tiempos apostólicos es la institución de los siete
diáconos. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos relata que al crecer el
número de los cristianos por la predicación de los Apóstoles, los que eran de
lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea porque en el servicio
diario no se atendía a sus viudas. Los Apóstoles, no queriendo descuidar la
oración y la predicación, que consideraban su misión prioritaria, propusieron
la elección de siete varones de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría,
para que se encargaran del servicio de la caridad. Fueron
presentados Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás. Los
Apóstoles oraron por ellos y les impusieran las manos (Hch 6,1-6).
San Pablo,
escribiendo a los filipenses, ya incluye a los diáconos junto con los obispos
en su saludo inicial (Flp l, 1). En la primera carta a Timoteo les dirige
algunas recomendaciones acerca de su conducta: que sean respetables, sin
doblez, ni dados a negocios sucios y que guarden el misterio de la fe con
conciencia pura. Al mismo tiempo recomienda a los responsables de su
designación que los prueben primero, de tal manera que cuando vean que son
intachables, los destinen al ministerio, que ya desde el principio abarca la
formación de los catecúmenos y neófitos, la administración de los bienes
eclesiásticos y el servicio institucionalizado a los necesitados.
En la antigüedad
cristiana el diácono estuvo siempre a disposición del obispo y de los
presbíteros, llegando incluso a asumir ciertas funciones de dirección de la
comunidad en las zonas rurales. Con san Esteban, en los primeros siglos de la
Iglesia, destacan por su ejemplaridad grandes diáconos como san Lorenzo, san
Efrén o san Vicente.
Las profundas
transformaciones que tienen lugar a partir del siglo V en la organización de la
Iglesia hacen que la importancia del diaconado vaya disminuyendo
progresivamente, limitando sus funciones al servicio solemne del altar, la
administración del bautismo, la proclamación del Evangelio y la predicación. Pierde
así su función específica y comienza a verse más como un paso intermedio para
acceder al presbiterado.
La restauración del
diaconado permanente es uno de los frutos más visibles del Concilio Vaticano
II, una auténtica gracia de Dios para su pueblo y un ministerio ordenado que
probablemente no ha desplegado todavía todas sus potencialidades en la vida y
en la misión de la Iglesia.
Como es bien sabido, el diaconado permanente puede ser
conferido a hombres casados, según determinación del obispo y con la previa
autorización escrita de la esposa.
El diaconado entraña
una participación objetiva en el sacramento del orden. La gracia sacramental
habilita a quien lo recibe para anunciar el Evangelio, predicar la Palabra de
Dios, servir al altar y ejercer el ministerio de la caridad, como afirma la Constitución Lumen
Gentium (LG 29). El diácono proclama el
Evangelio en la celebración eucarística y lo expone al pueblo. Previamente debe
acoger la Palabra, creerla y hacerla vida, sin reduccionismos, sin arrancar
páginas ni adulterarla, como pide el apóstol san Pablo a su discípulo Timoteo.
El diácono sirve
también al altar con unción y piedad en la celebración de la Eucaristía,
corazón de la Iglesia y misterio de nuestra fe. Por ello, debe poner en el
primer plano de su vida la Eucaristía, celebrada, contemplada y adorada, sin
dejarse llevar por el formalismo o cualquier tipo de protagonismo histriónico
en el servicio al altar. En la celebración de la Eucaristía el único
protagonista es Cristo, el Señor.
Los diáconos, por
fin, se identifican con el servicio a los pobres. Deben ser siempre siervos y
servidores, que eso significa diácono, servidores humildes y abnegados de los
más pobres, los predilectos del Señor, a imitación de Jesús, que no vino a ser
servido sino a servir. Este es el norte de todo ministerio ordenado en la
Iglesia: ser servidores abnegados de la comunidad cristiana; ser servidores de
los más débiles, de los más despreciados y necesitados, acogiéndoles y
cuidándoles con el estilo del Señor. Los pobres deben ser el ambiente cotidiano
y objeto de la solicitud sin descanso del diácono. No se entendería un diácono
que no se comprometiese en primera persona en la caridad y en la solidaridad
hacia los pobres, que de nuevo hoy se multiplican.
Al mismo tiempo que
saludo a todos los diáconos permanentes de nuestra Archidiócesis y a sus
familias, les agradezco el buen servicio que prestan a la Iglesia y les envío
mi abrazo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo
Pelegrina
Arzobispo de Sevilla