«Oiga, con usted la misa es más corta». Pueblos sin sacerdote se acostumbran a los diáconos permanentes, civiles con los que la Iglesia tapa la falta de vocaciones.
Nunca han sido más evidentes en la Iglesia católica las
palabras del propio Jesús: «la mies es mucha y los obreros pocos». La frase que
recoge San Lucas en sus parábolas se agudiza con el paso de los años. El 71,4%
de los españoles sigue declarándose católico; es decir, más de 34 millones de
personas. Para atender sus necesidades, las 69 diócesis disponen de 23.686
parroquias que son regentadas por unos 18.500 curas. Es decir, ya hay más de
5.000 que no tienen ni titular. Miles de pueblos, sobre todo del valle del Ebro
hacia los Pirineos y de Galicia a Castilla y León, pero también del resto de la
península, en los que el desarraigo también llega a sus pastores de almas.
«Tenemos sacerdotes que deben atender a 20 o 25 pueblos», resume el delegado de
medios de comunicación social del obispado de Burgos, Álvaro Tajadura. Sus algo
más de mil parroquias apenas cuentan con 430 titulares.
Los obispados revisan ahora sus mapas para crear lo que
llaman «nuevas unidades parroquiales». En esencia, es lo mismo que la vida
civil: juntar servicios para poder llegar a todos. «Hemos puesto autobuses para
que recojan a la gente y la centralice en un pueblo. Aunque con la despoblación
puede que muchos desaparezcan y no necesiten cura», reconoce el delegado
diocesano para el Clero en Cantabria, Antonio Gutiérrez.
Dar respuesta a los habituales oficios que ofrecen todas las
parroquias españolas (bautizos, comuniones, bodas y entierros) supone abrir un
millón de veces las puertas de alguna iglesia cada año. «Hay diáconos
permanentes atendiendo en tanatorios porque los curas no llegan», admite el
director del Secretariado de la Comisión Episcopal de la Doctrina del Clero y
presbítero de la diócesis de Valencia, Santiago Bohigues.
Demasiado trabajo para los profesionales de la fe, víctimas
además de una necesaria ‘reconversión laboral’: la edad media de esas 18.500
sotanas se acerca a la de la jubilación civil, casi 64 años, aunque muchos
curas se reenganchan hasta los 75. En este escenario, las nuevas vocaciones,
que han repuntado por primera vez en una década, son escasa alegría. Cuando no
contraproducentes. En los seminarios se preparaban hasta junio pasado 1.321
futuros sacerdotes. Son apenas 14 más que en el curso anterior. Pero los
abandonos rozaron los 300 (más del doble que un año antes) y en el 30% de las
diócesis hay años en los que no se ordena un solo clérigo.
Con esta situación, la Conferencia Episcopal
y los obispados han agilizado el debate interno para repartir la pesada cruz
pastoral con los feligreses. «Pasó ya el tiempo en el que los seglares erais
definidos como los no curas ni religiosos. No sois los seglares gentes que
estáis en la Iglesia para beneficiarios sin más de pertenecer a la Iglesia,
aportar una ayudita económica y que, en el mejor de los casos, os ponéis a las
órdenes de los sacerdotes», dijo en su carta pastoral de junio el obispo de
Cartagena, Antonio Algora. Era su interpretación de la espontaneidad del Papa
Francisco I cuando dijo aquello de «quiero lío y que no me balconeen la vida».
Y en este vía crucis, la figura de los diáconos permanentes
emerge como uno de los nuevos ‘músculos’ del brazo eclesial. Hombres de más de
35 años, casados, generalmente con hijos y siempre con matrimonio estable.
Laicos con una formación de tres años en Teología que permite equiparar sus
funciones a las del cura. Desde que el Concilio Vaticano II (1962-65) abrió
esta puerta de acceso al púlpito a los laicos, la curia española ha sido una de
los que menos ha creído en su labor. En países como Italia, Francia o Alemania,
hay varios miles de estos hombres repartidos por sus parroquias.
Arriba, Gervasio Portilla.Dedica los fines de semana a
recorrer el valle del Pas cántabro para oficiar misas en los pueblos sin cura
titular. Abajo (izda), Patricio Fernández y Carlo Barbaglia, pioneros en el
diaconado permanente en Valladolid. Patricio es hoy secretario del presidente
de la
Conferencia Episcopal, monseñor Ricardo Blázquez, el cargo
más alto de un civil en la Iglesia católica. Abajo derecha, Mikel Iraundegi. A
sus 36 años es el diácono permanente más joven de España.
Miedo al pulpito
En España, el número apenas llega a los 400, a los que se sumará el centenar que está en periodo de formación. Su director, Santiago Bohigues, insiste en que «si les vemos como cuasisacerdotes les quitamos parte de su valor», aunque admite que el aumento de sus funciones «no es tanto como solución sino como un apaño temporal». Así que los vecinos de muchos pueblos se han familiarizado con estos hombres que cada vez con mayor normalidad se multiplican por los pueblos para todo tipo de oficios, menos la consagración sacramental y la absolución, un escalón al que no pueden subir. «Hemos pasado de que se nos perciba como el florero litúrgico a que se vea ese trabajo en la iglesia. No olvidamos que debemos permanecer en un segundo plano, siempre que no nos confundan con monaguillos».
Con claridad castellana se explica Patricio Fernández, un
pionero en esta labor pastoral en Valladolid. Una vocación de muchos años que le
hace sentirse «como el molde» en el que se han esculpido otras vocaciones y que
en su caso ha recibido el premio de ser el actual secretario personal de
Ricardo Blázquez, arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal.
«Una carga más que un cargo», bromea, pero que reconoce el peso que se empieza
a dar a estos ‘curas civiles’. Su trayectoria es pareja a la de Carlo Barbaglia,
un administrador de empresas que compartió aquellos años iniciáticos. Las
primeros encargos de oficina (Cáritas, ayuda a viudas, administración de
bienes) dieron paso a la creciente necesidad de ir a cubrir huecos a alguna
iglesia en los pueblos. «Mi carisma no es la palabra. Así que a
veces Patricio me pinchaba ‘¡venga, predica tú!’ y bromeábamos», recuerda. «No
es tan complicado –continúa su compañero–. Basta con no decir tonterías ni dar
tus opiniones». La voluntad de servir vence a las horas robadas a la familia
propia y, como insiste Patricio, «nosotros somos los diáconos permanentes y
nuestras mujeres son las sufridoras permanentes». Pero permite lujos fuera del
alcance del resto como «la satisfacción de casar a nuestras propias hijas y
bautizar a los nietos», afirma orgulloso Carlo.
Las horas que entregan a la Iglesia no solo no tienen
compensación sino que «muchas veces ponen de su bolsillo los gastos para llegar
a todas las esquinas», reconoce más de uno. Es el caso del periodista Gervasio
Portilla. Casado, 58 años y una hija, fue el primero que ayudó a la diócesis de
Cantabria a tratar de no dejar desatendidas parte de sus 611 parroquias.
Recorre el valle del Pas y oficia cuatro misas cada fin de semana. Pueblos en
los que ya no hay médico, ni escuela y que agradecen que no les dejen huérfanos
también de vida religiosa. «A veces la gente mayor acepta mejor los cambios que
dentro del seno de la
propia Iglesia», reconoce Portilla. Al igual que los curas a
los que relevan, acaban siendo confesores de sus comunidades. «Muchas personas
viven con gran soledad y te preguntan cosas que no sabes cómo salir. Yo creo
que nuestra mayor labor es estar con la gente y escucharles», resume este
hombre vocacional cuya mujer también es voluntaria en Cáritas desde hace 20
años. A ambos les «costó hacer entender al principio» a su única hija la labor
religiosa de Gervasio.
También ha abierto surco en su diócesis de Guipúzcoa Mikel
Iraundegi. A sus 36 años, casado y con dos hijas, será probablemente el más
joven de España (el límite de acceso se sitúa en los 35 años). Admite que
todavía se pone «nervioso» cuando celebra los oficios en su parroquia de la Sagrada Familia de
Irún. En su caso, profesión y vocación se solapan, ya que dejó la carrera de
Derecho para titularse en Teología. Reclama el papel creciente en el seno de la
Iglesia de los diáconos, porque «no somos curas de segunda división, ni el
‘plato b’ sino un valor en alza». Ahora reparte su trabajo parroquial con su
profesión como profesor en el Instituto de Teología y en la Pastoral Familiar. Con
el impuso de su juventud se siente esperanzado en una Iglesia que «siempre ha
sido más ‘elefante’» que la sociedad civil a la hora de dar pasos y adaptarse a
la realidad. «Si la Iglesia fuera una empresa privada, ya nos habrían aplicado
un ERE», concluye.
Antonio Corbillón