Según el Santo Padre el Papa Francisco, en la audiencia general del 26 de marzo del 2014, ha venido a decirnos un mensaje muy importante sobre los obispos, presbíteros y diaconos. El texto es el siguiente:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ya hemos
tenido ocasión de señalar que los tres sacramentos del Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía forman juntos el misterio de la "iniciación
cristiana", un único gran acontecimiento de gracia que regenera en Cristo
y nos abre a su salvación. Esta es la vocación fundamental que une a todos en
la Iglesia, como discípulos del Señor Jesús. Hay a continuación dos sacramentos
que corresponden a dos vocaciones específicas: se trata del Orden y del
Matrimonio. Constituyen dos grandes vías por las que el cristiano puede hacer
de su vida un don de amor, siguiendo el ejemplo y en el nombre de Cristo, y así
colaborar en la edificación de la Iglesia.
El Orden,
marcado en los tres grados de episcopado, presbiterado y diaconado, es el
Sacramento que permite el ejercicio del ministerio, confiado por el Señor Jesús
a los Apóstoles, para apacentar su rebaño, en la potencia de su Espíritu y de
acuerdo a su corazón. Apacentar el rebaño de Jesús con la potencia, no con
la fuerza humana o con la propia potencia, sino con la del Espíritu y de
acuerdo a su corazón, el corazón de Jesús, que es un corazón de amor. El
sacerdote, el obispo, el diácono debe apacentar el rebaño del Señor con amor.
Si no lo hace con amor, no sirve. Y, en este sentido, los ministros que son
elegidos y consagrados para este servicio prolongan en el tiempo la presencia
de Jesús, si lo hacen con el poder del Espíritu Santo, en el nombre de Dios y
con amor.
1. Un
primer aspecto. Aquellos que son ordenados se colocan a la cabeza de la
comunidad. ¡Ah! ¿Están a la cabeza? Sí. Sin embargo, para Jesús significa
poner la propia autoridad al servicio, como Él mismo lo ha mostrado y enseñado
a sus discípulos con estas palabras : "Sabéis que los gobernantes de las
naciones las dominan, y los jefes las oprimen. No ha de ser así entre vosotros,
sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro
servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo;
de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a
servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mt 20, 25-28 // Mc 10,
42-45). Un obispo que no está al servicio de la comunidad: no está bien.
Un sacerdote, un cura, que no está al servicio de su comunidad: no está bien.
Está equivocado.
2. Otra
característica que siempre se deriva de esta unión sacramental con Cristo es el
amor apasionado por la
Iglesia. Pensemos en aquel pasaje de la Carta a los Efesios,
en el que san Pablo dice que Cristo "ha amado a la Iglesia. Él se ha
entregado a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del
agua y la palabra, y para colocar ante sí a la Iglesia gloriosa, sin mancha ni
arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada" (5, 25-27). En virtud
del Orden el ministro dedica todo su ser a su propia comunidad y la ama con
todo el corazón: es su familia. El obispo y el sacerdote aman a la Iglesia
en su comunidad. Y la aman fuertemente. ¿Cómo? Como Cristo ama a la Iglesia. Lo mismo dirá
san Pablo del matrimonio. El marido ama a su mujer como Cristo ama a la
Iglesia. ¡Es un misterio grande de amor, este del ministerio y aquel del
matrimonio! Los dos sacramentos que son el camino por el cual las personas van
habitualmente al Señor.
3. Un
último aspecto. El apóstol Pablo aconseja a su discípulo Timoteo no descuidar,
más bien, reavivar siempre el don que está en él, el don que le ha sido dado
por la imposición de las manos. Cuando no se nutre el ministerio con la
oración, la escucha de la Palabra de Dios, la celebración diaria de la
Eucaristía y también la asistencia al Sacramento de la Penitencia, se termina
inevitablemente perdiendo de vista el significado autentico del propio servicio
y la alegría que nace de una profunda comunión con Jesús. El obispo que no
reza, el obispo que no vive y escucha la Palabra de Dios, que no celebra todos
los días, que no va a confesarse regularmente… y lo mismo el sacerdote que no
hace estas cosas, a la larga, pierden la unión con Jesús y adquieren una
mediocridad que no hace bien a la Iglesia. Por eso tenemos que ayudar a los obispos
y a los sacerdotes a rezar, a escuchar la Palabra de Dios, que es el alimento
diario, a celebrar cada día la Eucaristía y a ir a confesarse habitualmente.
¡Gracias!
Apliquémonos este mensaje en la parte que a cada uno nos toque.
Saludos.